Tres décadas y media en la misma organización. En esta era donde la lealtad laboral tiene la vida útil de un yogur sin nevera, permanecer tanto tiempo en un solo lugar se considera un acto de heroísmo… o de terquedad. Quizá ambas. Pero aquí estuve: cultivando una carrera, combinando la docencia con la ingeniería y pasando unos pocos años en la administración. Como decía Borges, “uno llega a ser lo que es”, aunque sea a fuerza de insistir más que de iluminarse.
Llegué a la entonces CUDCA, esa institución sabanera donde el frío no era metáfora, sino una realidad térmica que exigía más capas que una cebolla. Con los años, aquella corporación universitaria joven —pero con energía de sobra— se transformó en la UDCA: universidad acreditada, con filosofía ambiental y suficientes comités como para justificar un tanto por ciento del consumo nacional de café. “La civilización es la multiplicación innecesaria de necesidades”, decía Twain; si hubiera conocido nuestros comités, habría escrito un tomo adicional.
Durante la mayor parte de mi tiempo trabajé como profesor. Eso sí, nunca formé parte del grupo de investigadores. No produje artículos científicos con factor de impacto sobresaliente, ni estampé mi nombre en revistas indexadas. Para algunos, no ser investigador equivale a no ser profesor universitario, pero esa discusión nunca fue conmigo. Lo mío fue la extensión: ese rincón noble (y subestimado) del mundo universitario donde uno se dedica a hacer cosas útiles para la gente del común, mientras otros debaten teorías en salones con aire acondicionado. Como decía Sagan, “en algún lugar, algo increíble espera ser descubierto”. Yo descubrí que lo increíble a veces era lograr que la gente mejorara su yogur sin aumentar el presupuesto.
Alguna madre cabeza de familia o algún campesino quizás recuerde que le ayudé a mejorar su yogur o su queso. Si llegué a tocar la vida de al menos una de cada diez personas, ese será, sin duda, un buen logro. Procesé cientos de litros de leche transformándolos en yogures, arequipes y quesos. Siempre con la misión —noble e ingenua— de reducir grasas, azúcares y sal sin que nadie lo notara. Spoiler: siempre lo notaban. Asimov decía que “el fracaso es la base para un futuro éxito”, pero en los lácteos el fracaso generalmente sabe a muy poca azúcar.
No todo fue color de rosa. Hubo logros que merecerían una memoria institucional en tapa dura y frustraciones que solo un tinto amargo podría digerir. Cientos de estudiantes pasaron por mis talleres. ¿Cuántos entendieron algo? Según mis cálculos, entre un tanto por ciento y el margen de error. ¿Cuántos pensaron que exageraba con eso de que “la zootecnia es una opción de independencia y no de empleabilidad”? Ojalá el tiempo me dé la razón.
Algunos de esos estudiantes, hoy egresados, para mi sorpresa (y orgullo, claro), se convirtieron con el tiempo en mis jefes —nada como ser evaluado por alguien a quien uno le enseñó algo que, a mi juicio, fue útil—; otros se volvieron colegas en el noble y cada vez más heroico oficio de la docencia. Eso sí, sentí el peso de los años o de los kilos, cuando tuve en mis aulas a hijos de exalumnos. La vida da vueltas… como diría Darwin, no sobreviven los más fuertes, sino los que mejor se adaptan. Yo opté por adaptarme con calendario en mano.
En el camino compartí laboratorios, aulas y silencios incómodos con gente extraordinaria —la mayoría mujeres—: expertas en la producción de derivados… y en el arte de madurar chismes académicos con la precisión de un queso añejo. Galeano decía que “somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”. Ellas hacían queso… y también cambiaban el humor de toda la planta.
Al despedirme de la vida académica formal, hay un vocabulario que dejo con alivio. Ya no tendré que escuchar, en cada seminario, la promesa solemne de que “ahora sí” tendremos sistemas robustos, esos mismos que colapsaban justo cuando el conferencista intentaba mostrar cómo funcionaban. También dejo atrás el noble ideal del benchmarking, que habría sido maravilloso si no fuera porque muchos seguían convencidos de que lo propio era un tesoro inédito que no debía compartirse… aunque a veces apenas era un PDF reciclado. Y luego vino la moda del ecosistema: como hablar de ecosistemas biológicos se volvió popular con el cambio climático, de repente todo debía ser un ecosistema... digital, pedagógico, institucional. Parecía que la palabra, como las cucarachas de Asimov, iba a sobrevivirlo todo. .
La famosa innovación disruptiva tampoco la extrañaré: casi siempre era la misma idea de siempre, solo que envuelta en un nombre nuevo y acompañada de un video inspiracional. También la eterna invitación a ser “resilientes”, que en realidad significaba aguantar con paciencia los mismos problemas disfrazados de estrategias renovadas. Con certezas: esas palabras seguirán apareciendo en los seminarios…con los CEOs, pero ya no me tocará escucharlas. Veremos qué nueva expresión aparece, para que parezcamos actualizados. Decía Einstein, “no podemos resolver problemas pensando de la misma manera que cuando los creamos”. Aunque igual lo seguíamos intentando.
En aspectos más familiares, también viví las glorias y los retos de la paternidad. Celebré triunfos ajenos como propios y subestimé decisiones financieras como si fueran un alimento que llegó al fin de su vida útil. Por suerte, corregí a tiempo. Hoy me retiro de manera digna, como debiera hacerlo cada colombiano que ha invertido su vida en el servicio público sin perder la fe ni el sentido del humor.
Ya casi no quedamos personajes de los que conocimos la universidad formada por solo dos programas académicos, cuando todos nos tratábamos como si fuéramos una gran familia (o al menos eso decíamos). Ahora entro a las oficinas de la UDCA y me encuentro rodeado de rostros nuevos, igual que cuando me vinculé, solo que lo curioso es que hoy el recién llegado parezco yo. Los encuentro tan profundamente concentrados que no les queda tiempo ni para saludar; por lo visto, es una costumbre tan anticuada como los teléfonos de disco —o como ese humanismo del que hablaba Sábato, que se está evaporando mientras seguimos llenando planillas.
Y así, como quien cierra un tanque de fermentación tras una producción impecable (o al menos, pasable), me despido. Sin más actas que firmar, sin refrigerios que justificar, sin más sacos o chaquetas para el frío sabanero. Me llevo experiencias, anécdotas y aprendizajes que no caben en un informe de gestión… pero sí en una buena sobremesa con queso y vino.
Entregando la llave de mi oficina, siento que la vida en la UDCA se cierra ante mis ojos como en esa vieja canción que algunos recordamos: My Way, de Paul Anka. Me voy con la tranquilidad de haberlo hecho a mi manera; con errores y aciertos, y con esa sospecha —muy sabinesca— de que la vida duele, sí, pero siempre termina enseñando.
Agradezco a quienes compartieron este viaje: al Dr. Germán Anzola y a doña Marta, quienes fueron los responsables de mi paso por la UDCA; a ellos, otra vez, miles de gracias, pues fueron pilares humanos en un mundo de normas y protocolos. También a mis jefes, tanto los que me apoyaron como los que tuvieron que tolerar mi existencia por imperativo legal. De todos aprendí… aunque a veces doliera.
Mi más grande deseo para la UDCA: que crezca, que la Zootecnia se consolide como la carrera estratégica que este país necesita (y no como “la otra opción cuando no había cupo en Veterinaria o en MVZ”), y que —por el amor al saneamiento básico— alguien optimice los comités antes de convocar otro. Que la única política que se imite sea la institucional.
P.D. Si alguien llegara a extrañar mi presencia, puede darse una vuelta por la planta de lácteos: ese persistente aroma a queso fresco es, sin duda, parte de mi legado. Alguno más especulará que dejé otra huella imborrable: la influencia académica que sembré en mi compañera Andrea. Ella, por supuesto, podrá explicarlo con lujo de detalles… o, fiel a su personalidad, hacerse la desentendida y cambiar de tema con la misma destreza con que le da color a un yogur.
Y así como decía Galeano: “al fin y al cabo, somos historias”. Esta es la mía en la UDCA.
_______________________________
celio.pineda@gmail.com
Mi amigo Celio, celebremos el cierre de una etapa extraordinaria en la UDCA, una vida profesional construida con vocación, compromiso y excelencia. Durante 34 años dejaste una huella imborrable como profesor y como director del área de lácteos, formando generaciones de profesionales y aportando de manera invaluable con la Ingeniería de Alimentos en la Facultad de Zootecnia. Allí en ese gran campus estuvimos muchas veces desarrollando toda serie de pruebas en el trabajo de tesis que nos habilitaría para obtener nuestro titulo de ingenieros.
ResponderEliminarEs un verdadero orgullo haber sido testigo y compartir contigo este legado académico y humano que perdurará en cada estudiante, en cada aula y en cada proyecto que ayudaste a construir.
Disfruta plenamente de este merecido retiro, dedica tiempo a tu familia y a esas pasiones que siempre te han acompañado. Y aunque sé que el clima caliente no es tu favorito, recuerda que en Barranquilla siempre tendrás tu casa y un amigo que te aprecia y te admira.
Friend que esta nueva etapa esté llena de bienestar, tranquilidad y mucha alegría