Mostrando entradas con la etiqueta Bogotá D.C. Turismo Colombia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Bogotá D.C. Turismo Colombia. Mostrar todas las entradas

sábado, 17 de agosto de 2019

Destino Teatro Colón

Durante las vacaciones, algunos trazan planes con meticulosidad mientras otros se entregan a las excursiones improvisadas. La pregunta recurrente: ¿y el destino? Los adinerados preparan maletas vistosas que llaman la atención en aeropuertos, otros cargan lo esencial en sus autos dispuestos a detenerse donde caiga la noche, y unos pocos optan por quedarse en su ciudad, ya sea por falta de apego a los viajes o por simple elección.

Si la decisión es explorar la propia ciudad, ¿cómo satisfacer el antojo de descubrimiento? Las opciones abarcan un abanico amplio: parques, centros comerciales, museos o sumergirse en la ilusión de ser compradores y meramente observar, puesto que lo que más cautiva suele exceder el alcance económico.
A la vuelta de la esquina aguardan maravillas insospechadas que ofrecen los hogares urbanos: museos, arquitectura, el corazón histórico de cada urbe, teatros y mil cosas más, muchas accesibles o a precios módicos.

En Bogotá, nuestra capital, abundan los rincones interesantes para visitar y descubrir. Uno de ellos, el Teatro Colón, se erige como un símbolo antiguo y aristocrático. En tiempos pasados, este teatro fue un lujo inalcanzable para muchos, mas su verdadera esencia radica en ser un templo de la cultura. Ha sido testigo de actuaciones de músicos y cantantes de ópera, zarzuela y de nuestras propias historias. Decidimos explorarlo, no como espectadores ni artistas, sino para desvelar los misterios del Colón: sus palcos, tramoya y sótanos.

Para llegar, nos adentramos en la cultura urbana de Bogotá, en este caso, a través del TransMilenio: vendedores ambulantes ofertando sus productos y conversaciones a todo volumen, buscando ser escuchados por quienes transitan. Fue sorprendente presenciar a cuatro jóvenes con guitarra, violín, melódica y maracas interpretando música de Jorge Veloza. Cerca de la estación de universidades, tras dos canciones, cerraron su presentación con el verso de "la cucharita", oportuno para concluir su actuación. Aunque su estilo de baile y apariencia no reflejaban la cultura boyacense, recibieron aplausos y monedas como reconocimiento a su esfuerzo. Su mensaje final fue claro: música de Colombia para los colombianos.

Ubicado en la Calle 10, número 5-32, se alza majestuoso el imponente Teatro Colón, frente a lo que solía ser la sede presidencial, hoy la Cancillería. Mientras aguardábamos el recorrido, turistas nacionales, extranjeros y nosotros mismos nos maravillamos con los detalles neoclásicos que adornan su fachada.

El interior del teatro presenta tres zonas que destacan: "El foyer", reminiscente del estilo francés, o lo que llamamos en español el vestíbulo, seguido por la sala principal y la tramoya, encargada de los cambios en el escenario y el sótano.

El vestíbulo, un espacio de encuentro previo o posterior a la función, muestra en su techo frescos inspirados en personas de la época de la construcción del teatro. Los detalles arquitectónicos son sofisticados, con puertas y ventanas que bien podrían considerarse obras de arte. Es aquí donde se comparten las impresiones dejadas por la obra o las formas y maneras de los visitantes.

En el mismo nivel, se accede a los palcos, destacando uno que, según la guía, rara vez se ocupa: el palco presidencial, sin identificación, que debería llevar el número 13. Desde este sitio, la vista es privilegiada y el sonido, impecable. Se presume que los presidentes que lo ocuparon tenían buen gusto y oído. Según los guías, nuestros mandatarios no frecuentan el lugar, quizás por ocuparse en tareas más trascendentales para el país.

Más arriba, en el último nivel, se encuentra "el gallinero", reservado para aquellos de menor posición social, un espacio no destinado al lucimiento. Aquí se aprecia la belleza de la lámpara Ramelli, llena de historias y anécdotas.

Volviendo al nivel principal, pero al frente, encontramos el escenario, desde donde se vislumbran los entretelones del espectáculo y los intrincados mecanismos de poleas y cortinas que permiten cambios precisos y ágiles entre escenas. Entre los telones destaca el legendario telón de boca, pintado por el italiano Annibale Gatti, con treinta y seis personajes de distintas óperas. Sin embargo, su deterioro hace difícil su exhibición. Bajo el escenario, el sótano permite modificaciones para ubicar la orquesta o ampliar la capacidad del teatro.

Sentados en la platea, comprobamos que este espacio estaba destinado a que los palcos fueran parte del espectáculo social. El fresco en el techo muestra seis musas, una disposición quizás por conveniencia geométrica. Dos escudos nacionales, uno frente al otro pero con el cóndor en distintas direcciones, han sido objeto de especulaciones.

Con sus adornos, pinturas, frescos y aforo completo, la acústica de este lugar se compara a la de la Scala de Milán, un reconocimiento justo a este teatro.
Tras la visita guiada, enriquecidos con 125 años de historia, nos despedimos del teatro ya con escasa luz, invitándonos a contemplar las calles de la Candelaria en semioscuridad. Nuestra guía, llamada Candelaria, también dejó su huella.

De vuelta en el TransMilenio, ahora son artistas urbanos los que amenizan el trayecto. Entre sus versos con indirectas y rimas repetitivas, solicitan una retribución por su arte. Antes de concluir su presentación, un diseñador de la calle con formación universitaria nos impacta con un dibujo efímero hecho con tiza en el suelo. Las pisadas inevitables lo borran, pero las imágenes de la cultura urbana y las personas que muestran su condición social persisten imborrables.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Bogotá por la séptima en un dia de velitas

La carrera séptima ha sido transformada en una vía peatonal por los urbanistas y gestores de nuestras ciudades y país, desde la calle 6a hasta la 26. Al recorrerla, se experimentan diversas sensaciones, desde lo agradable hasta situaciones inverosímiles.

El siete de diciembre marca el inicio de la Navidad en Colombia con la tradición de encender velitas y faroles, además de ser la celebración de La Inmaculada Concepción. Por diversas razones, niños y adultos se reúnen alrededor de velas en aceras, balcones, calles y cualquier lugar que se les ocurra.

Para muchos residentes de Bogotá, la noche del siete de diciembre se pasa tradicionalmente en la carrera séptima. A medida que la noche cae, una multitud se congrega cerca de la Torre Colpatria, el edificio más alto de la ciudad. La expectativa es un espectáculo pirotécnico. La escena se llena de empujones, pisotones involuntarios, madres con sus carritos y mascotas. Todos tienen el mismo objetivo: conseguir un buen lugar para apreciar el espectáculo. Alrededor, vendedores ambulantes ofrecen sus productos. A lo lejos, un extranjero intenta comprender lo que sucede, centrando su atención en las luminarias que decoran la torre.

En el momento previsto, comienza el espectáculo pirotécnico. Algunos quedan impresionados, otros simplemente observan. La pirotecnia se lanza desde la azotea de la torre, lo que genera una diferencia entre el sonido de las explosiones y la vista. Después de unos quince minutos, los aplausos resuenan, concluyendo el espectáculo. Mientras algunas personas quedan satisfechas, otras quizás esperaban algo mejor.

La gente comienza a dispersarse: algunos regresan a sus hogares, otros buscan algo para comer y algunos, como nosotros, se dirigen hacia la Plaza de Bolívar.

En el camino surgen dificultades: carritos de comida, personas en direcciones diversas, entretenimientos improvisados como música callejera, imitaciones de artistas y músicos que tocan melodías variadas. La calidad artística varía, algunos ejecutan su música con precisión mientras que otros parecen desafinados. Sin embargo, todos esperan la misma recompensa: una moneda.

El olor a aceite de frituras es común en el ambiente. Se venden todo tipo de fritos, aunque el olor puede tornarse desagradable debido al aceite reutilizado en exceso, posiblemente alcanzando su punto de humo. Aparece el aroma del canelazo, se siente el olor a pollo asado proveniente de un negocio anexo a una iglesia, quizás una consecuencia de la situación económica. Más adelante, se ofrecen perros calientes que, sin previo aviso, se enfrían. La lluvia aparece primero ligera y luego se intensifica, los artistas se retiran y la oferta de comidas se pierde tras los plásticos protectores. Surge otra incomodidad: los paraguas, a menos que tengas uno.

Finalmente, llegamos a la Plaza de Bolívar; la Catedral Primada y el Palacio de Liévano iluminados. Desafortunadamente, la lluvia nos obliga a marcharnos, sin posibilidad de resguardo.

Esta caminata vale la pena, representa las necesidades de muchos colombianos, algunos buscándose la vida, otros esperando que reconozcan su talento o simplemente tratando de conseguir unas monedas. Sin embargo, una nota negativa se percibe en la calle, convertida en un mercado más allá de las necesidades básicas de los que buscan sobrevivir, y la explotación animal, con llamas o alpacas soportando el peso de la felicidad de los niños que disfrutan montándolas.

Las velitas se consumen y el suelo queda impregnado de parafina derretida. Los artistas y vendedores vuelven a su rutina, pero la esperanza de una Navidad feliz acompaña a los caminantes de regreso a casa.