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viernes, 15 de noviembre de 2024

Horas perdidas y estrés diario: El costo Invisible del transporte público en Bogotá

El uso del transporte público en muchas ciudades del mundo se ha convertido en una experiencia traumática para millones de personas, no solo debido a los largos tiempos de desplazamiento, sino también por la incomodidad del viaje. A esto se suman las deficientes condiciones de movilidad, la falta de aplicación de las normas y los abusos cometidos por algunos usuarios en detrimento de los demás, lo que agrava aún más la situación. Este panorama se hace aún más difícil para quienes, después de una jornada laboral agotadora, deben enfrentarse a la realidad de sistemas como el TransMilenio de nuestra Bogotá.

En ciudades como Nueva York o Tokio, los ciudadanos pueden tardar entre 45 y 50 minutos en el metro, o hasta una hora y media en automóvil, para desplazarse diariamente en trayectos de unos 20 km. En otras metrópolis, como Nueva Delhi o Ciudad de México, este tiempo puede ser incluso mayor. Sin embargo, en Bogotá, los tiempos para recorrer distancias similares son significativamente más largos, alcanzando las dos horas. Además, durante las horas pico, estos tiempos pueden aumentar considerablemente.

Este fenómeno se debe a una combinación de factores, como el cierre de vías para priorizar el transporte escolar, obras, los trancones provocados por incidentes menores, la alta presencia de motocicletas y la intervención de agentes de tránsito que favorecen el acceso a la mal llamada "autopista". Adicionalmente los retenes policiales en lugares poco apropiados que contribuyen a agravar aún más la congestión.

Ahora bien, ¿qué sucede en el transporte público durante estas largas horas? En el caso del TransMilenio, la situación es desalentadora. Es común encontrar cantantes, vendedores ambulantes, exconvictos y personas en situaciones difíciles, como quienes piden ayuda alegando estar a punto de ser desalojados. Si bien algunos de estos casos pueden ser genuinos y reflejan la dura realidad social del país, otros parecen tener la intención de conmover a los pasajeros.

Este ambiente contribuye al caos, especialmente en las horas pico, cuando las ofertas de productos se presentan tanto al frente como al fondo del bus, y las historias de quienes solicitan apoyo se expresan en un tono que, en ocasiones, puede percibirse como reproche, acusando a los pasajeros de indiferencia o grosería. Esta reacción, por lo tanto, no sorprende, dado el alto nivel de saturación que generan estas interacciones repetitivas. Además, en cualquier momento pueden aparecer olores desagradables que obligan a los pasajeros a intentar abrir las ventanas o las escotillas —si la estatura se lo permite—, o incluso cubrirse la boca con una prenda o la mano, aunque esto último resulte inútil para algunos. 

Evidentemente, no todo es negativo. Hay personas que suben al transporte llevando mensajes alentadores, promoviendo cultura a través de la venta de libros, cantando para evocar hermosos recuerdos, o transmitiendo mensajes sociales mediante el rap o con instrumentos que producen melodías armónicas y un volumen adecuado para ser disfrutadas.

Aunque algunos sugieren que el tiempo en el transporte público podría aprovecharse para leer o descansar, la realidad es muy distinta. Los equipos portátiles de sonido de los cantantes superan con creces los niveles de ruido recomendados, la falta de espacio obliga a los pasajeros a adoptar posturas incómodas, y los movimientos bruscos del vehículo aumentan la sensación de agotamiento y estrés. Estas condiciones, por lo tanto, hacen que el trayecto esté lejos de ser productivo o relajante. De hecho, según las normativas de transporte público, ni las ventas ni el uso de música a altos volúmenes deberían permitirse, ya que más que entretenimiento, esto se convierte en contaminación auditiva, afectando la salud de los usuarios.

El cambio es, por tanto, necesario e inevitable. Lo primero es recuperar el respeto hacia el ciudadano, ofreciendo planes y alternativas que mejoren la experiencia de quienes utilizan este servicio. Ahora que estamos bajo un gobierno que, en teoría, promueve la justicia social, tanto a nivel nacional como local, este es el momento adecuado para abordar seriamente estos problemas y poner fin a aquellas prácticas que fueron tan criticadas por quienes hoy ostentan el poder en la ciudad.

martes, 22 de julio de 2014

Odisea para cumplir con el horario de entrada al trabajo


Veintiséis kilómetros separan el Portal 80 de la calle 222 con carrera 55. Saliendo del portal a las 5:30 a.m., un vehículo particular tarda unos treinta minutos en completar el trayecto. Sin embargo, si se sale media hora después, el tiempo aumenta en quince minutos. Con una salida a las 6:30 a.m., el recorrido puede superar una hora y quince minutos. Si ocurre un accidente leve, habrá que prever aún más tiempo. Y, en caso de dos accidentes, el trayecto podría extenderse hasta dos horas.

¿Qué provoca que en tan pocos kilómetros el tiempo de viaje aumente tanto? En principio, la desorganización del tránsito: la entrada y salida de buses de Transmilenio en el Portal 80, la concentración de servicio intermunicipal que llega y sale de la estación, los autos mal estacionados en las vías y, en general, la anarquía presente en las calles. A esto se suman las eventualidades que surgen durante el trayecto hacia el trabajo.

Desde el Portal hasta la Avenida Boyacá, la duración de los semáforos varía cada día: algunos días son muy largos, otros parecen demasiado cortos. Algo particular ocurre cerca de la estación La Granja, donde los carros intentan entrar por la carrera 82, la cual está ocupada por contratistas de Claro, lo que intensifica la sensación de caos.

Con buena suerte, se llega a la calle 150, pero ahí comienza el verdadero calvario. En los cuatro carriles de la "Autopista Norte" se produce un embotellamiento debido a la convergencia de la zona vehicular, la línea de Transmilenio y dos carriles más en la vía paralela. Luego, el flujo vehicular aumenta con los dos carriles adicionales provenientes del puente de la calle 170, que se dirigen hacia el norte. En el puente peatonal del Portal Norte, los buses intermunicipales provocan un represamiento "autorizado", lo que ralentiza el tráfico a menos de diez km/h. Los esfuerzos de los agentes de tránsito para que los buses circulen resultan infructuosos. En cualquier momento, se puede observar un helicóptero sobrevolando la zona, ¿monitoreando el atasco? ¿El costo de cada vuelo mejora el tránsito?

Lo inaudito vuelve a aparecer con el irracional aumento del tráfico. Algunos buses intermunicipales regresan por el puente del centro comercial Santa Fe en busca de más pasajeros, realizando peligrosas maniobras desde el carril de salida de la estación hasta el carril externo de la autopista. Es necesario estar atento y contar con buenos frenos para responder ante estos conductores imprudentes.

El embudo se agrava donde termina la línea de Transmilenio: de seis carriles se reduce a tres, y suelen aparecer agentes de tránsito controlando la restricción o atendiendo algún accidente. A partir de ese punto, los retornos, lentos, alimentan el carril rápido, y para tomarlos se forman varias filas, lo que reduce aún más la velocidad.

Hasta aquí no hemos mencionado dos de los factores de riesgo más comunes: las motocicletas, que pueden aparecer por cualquier lado y, en muchas ocasiones, protagonizan accidentes; y los reductores de velocidad invertidos —es decir, los profundos huecos— causados por la falta de mantenimiento de las vías. Los daños que estos ocasionan a los vehículos deberían ser reconocidos por el Distrito Capital.

El escenario descrito bien podría ser el mismo en gran parte de la ciudad. Los eventos serían similares, la intervención de las autoridades de tránsito igualmente ineficaz, y los proyectos destinados a solucionar el problema seguirían estancados. Con certeza, las soluciones no se encuentran en las propuestas de los candidatos ni de los alcaldes que buscan permanecer en el cargo. Mientras tanto, los ciudadanos responsables, que tratamos de cumplir con nuestros horarios laborales, vemos cómo esto puede ser un factor determinante en la renovación de nuestros contratos.