Es curioso escuchar a compatriotas colombianos que reniegan de su patria con un menosprecio casi admirable ¡O jactarse decir con seguridad: "eso solo sucede en este país"! Uno podría suponer que tal actitud surge de haber nacido por mera casualidad: quizás son descendientes de extranjeros y naturalmente sienten más afinidad por la nacionalidad de sus padres. O tal vez, incluso siendo nacidos en Colombia y provenientes de linajes colombianos, se sienten forasteros en su propia tierra. Quizá hayan pasado unos minutos en tierras extranjeras o, como es típico entre nosotros, simplemente admiran más las cualidades de otras naciones, preferiblemente aquellas "americanas", europeas o asiáticas (¡tal vez japonesas!), pues son consideradas las más desarrolladas, con los intelectuales más prominentes y ciudades ejemplares, aunque también carguen con el poco envidiable récord de mayores tasas de suicidio.
Lo irónico de estos patriotas de ocasión es que, a pesar de sus sátiras, se unen al coro de celebración cuando alguno de los nuestros triunfa en el mundo, ya sea un deportista subiendo al podio más alto. En esos momentos, el fervor patriótico brota de ellos como agua de manantial: se envuelven en la bandera nacional, entonan el himno nacional –aunque sea para criticarlo con disimulo–, o besan el escudo segun estos mismos, desactualizado. Claro, el entusiasmo es algo más contenido cuando el éxito viene de la mano de nuestros científicos, ya sea en la NASA, el CERN, o en el campo de las letras y las artes.
Sin embargo, hay un punto en el que todos los colombianos coincidimos con un rotundo rechazo: aquellos que nos avergüenzan por sus acciones corruptas, especialmente aquellos que ocupan cargos gubernamentales y desfalcan municipios, departamentos o incluso la nación entera.
Ejemplos abundan, desde los nietos de un dictador de los años 50 hasta los recientes implicados en el escándalo de Odebrecht, pasando por los exgobernadores condenados por desfalcar sus departamentos. Todos ellos, con diferentes nombres y apellidos, comparten una misma característica: la desvergüenza con la que han robado al pueblo colombiano.
Estos desfalcos, desgraciadamente, tienen consecuencias palpables en nuestra vida diaria: calles en mal estado, interminables atascos de tráfico y una sensación generalizada de inseguridad. Son experiencias cotidianas que nos reciben en nuestro trayecto al trabajo o a casa, iniciando nuestros días con una buena dosis de estrés.
Y aunque nuestras quejas son sonoras, cuando llega el momento de las elecciones, allí están ellos, encabezando listas de candidatos, algunos incluso ya bajo investigación por corrupción. Y como nuestra memoria parece ser selectiva, mañana ocuparán un escaño en el Congreso, elevados a la categoría de "honorables congresistas", aunque para llegar hasta allí hayan cambiado de partido y, lo que es peor, de principios.
Pero regresemos al tema del fervor, esa pasión que despierta lo mejor de nosotros. Por ejemplo, cuando salimos de nuestras ciudades, grandes o pequeñas, y nos maravillamos ante la biodiversidad sin igual que nos rodea, aunque a menudo no sepamos conservarla.
Eso sí, hay quienes desprecian la naturaleza. Recordemos los desaciertosde importar pinos y eucaliptos en los años 70, el buchón y la elodea en nuestras lagunas, y la introducción de carpas para intentar solucionar la metida de pata. Toda una infamia a nuestra flora nativa perpetrada por supuestos guardianes del Estado. Además, la deforestación y la contaminación amenazan con destruir aún más nuestro patrimonio natural. Muy a pesar de et, muchos rincones de nuestra geografía nos ofrecen un respiro, un alivio al estrés cotidiano.
Estos son solo algunos de los contrastes de nuestra amada Colombia, una tierra llena de matices. Aunque muchos de sus municipios han logrado resistir la influencia de la cultura del desprecio, atrayendo a aquellos que valoran una vida tranquila y a colombianos genuinamente orgullosos de su identidad, no podemos negar las problemáticas que enfrentamos a diario.
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