La vida nos presenta un enigma silencioso: la pérdida de la memoria. Un fantasma sutil que erosiona nuestra capacidad de evocar recuerdos antes nítidos. ¿Quién no ha experimentado la frustrante sensación de no recordar el nombre de un rostro conocido?
Con el tiempo, la confusión se intensifica. Los recuerdos recientes se desvanecen mientras detalles de eventos lejanos resurgen con nitidez. El presente se convierte en un campo minado de incertidumbre, donde cada día comienza con normalidad para terminar en un torbellino de preguntas desconcertantes: ¿Dónde estoy? ¿A quién pertenece este lugar? ¿Por qué sigo aquí? ¿No íbamos a ir mañana? ¿Cuándo podré volver a mi casa?Las historias del pasado, tan vívidas en otros momentos, ofrecen un consuelo efímero. Son relatos auténticos en los que participamos, pero que quedaron atrás en el tiempo.
El día puede comenzar con la espera de un familiar que ya no está presente, quizás padres o abuelos, aquellos que ya no comparten este plano, o mencionando sistemas de transporte que han desaparecido.
Las visitas, otrora placenteras, se transforman en odiseas tortuosas. ¿Quiénes son estas personas? ¿Por qué vinieron? ¿Qué trajeron consigo? Antes se anhelaba prolongar la charla después de un día inolvidable, ahora se insta incluso a que se marchen. Una conversación puede resultar molesta, los oídos ya no son tan eficaces, los temas se escapan de nuestro dominio, hasta la noción del tiempo se vuelve difusa.
La mente, como un rompecabezas desordenado, anhela un círculo pequeño y seguro. No obstante, incluso en el calor de los afectos, la conexión con los seres queridos se desvanece, transformándose en un entorno conocido pero a la vez extraño.
La inquietud se instala, alterando negativamente incluso las relaciones más cercanas. Entre rostros familiares, los lazos se desdibujan; el hijo puede pasar del padrino al tío, al padre o al abuelo, las hijas se confunden, solo son amigas, puede mencionarse simplemente como el personal de servicio, en un vendaval de familiaridad desorientada.
La edad, ese viaje inevitable, plantea un desafío desgarrador. El laberinto del olvido se expande, envolviendo la realidad en un tejido de recuerdos difuminados. Y así, la existencia se convierte en una danza entre lo familiar y lo desconocido, entre la presencia y la ausencia, entre el deseo de recordar y el susurro del olvido.
En esta danza, la identidad titubea, los recuerdos se fragmentan y el tiempo se convierte en un torrente incontrolable. Sin embargo, incluso en la neblina del olvido, la esencia humana persiste. El amor, la compasión y la conexión con los demás continúan siendo faros en la oscuridad, guiándonos en este viaje inevitable.