La carrera séptima ha sido transformada en una vía peatonal por los urbanistas y gestores de nuestras ciudades y país, desde la calle 6a hasta la 26. Al recorrerla, se experimentan diversas sensaciones, desde lo agradable hasta situaciones inverosímiles.
El siete de diciembre marca el inicio de la Navidad en Colombia con la tradición de encender velitas y faroles, además de ser la celebración de La Inmaculada Concepción. Por diversas razones, niños y adultos se reúnen alrededor de velas en aceras, balcones, calles y cualquier lugar que se les ocurra.
Para muchos residentes de Bogotá, la noche del siete de diciembre se pasa tradicionalmente en la carrera séptima. A medida que la noche cae, una multitud se congrega cerca de la Torre Colpatria, el edificio más alto de la ciudad. La expectativa es un espectáculo pirotécnico. La escena se llena de empujones, pisotones involuntarios, madres con sus carritos y mascotas. Todos tienen el mismo objetivo: conseguir un buen lugar para apreciar el espectáculo. Alrededor, vendedores ambulantes ofrecen sus productos. A lo lejos, un extranjero intenta comprender lo que sucede, centrando su atención en las luminarias que decoran la torre.
En el momento previsto, comienza el espectáculo pirotécnico. Algunos quedan impresionados, otros simplemente observan. La pirotecnia se lanza desde la azotea de la torre, lo que genera una diferencia entre el sonido de las explosiones y la vista. Después de unos quince minutos, los aplausos resuenan, concluyendo el espectáculo. Mientras algunas personas quedan satisfechas, otras quizás esperaban algo mejor.
La gente comienza a dispersarse: algunos regresan a sus hogares, otros buscan algo para comer y algunos, como nosotros, se dirigen hacia la Plaza de Bolívar.
En el camino surgen dificultades: carritos de comida, personas en direcciones diversas, entretenimientos improvisados como música callejera, imitaciones de artistas y músicos que tocan melodías variadas. La calidad artística varía, algunos ejecutan su música con precisión mientras que otros parecen desafinados. Sin embargo, todos esperan la misma recompensa: una moneda.
El olor a aceite de frituras es común en el ambiente. Se venden todo tipo de fritos, aunque el olor puede tornarse desagradable debido al aceite reutilizado en exceso, posiblemente alcanzando su punto de humo. Aparece el aroma del canelazo, se siente el olor a pollo asado proveniente de un negocio anexo a una iglesia, quizás una consecuencia de la situación económica. Más adelante, se ofrecen perros calientes que, sin previo aviso, se enfrían. La lluvia aparece primero ligera y luego se intensifica, los artistas se retiran y la oferta de comidas se pierde tras los plásticos protectores. Surge otra incomodidad: los paraguas, a menos que tengas uno.
Finalmente, llegamos a la Plaza de Bolívar; la Catedral Primada y el Palacio de Liévano iluminados. Desafortunadamente, la lluvia nos obliga a marcharnos, sin posibilidad de resguardo.
Esta caminata vale la pena, representa las necesidades de muchos colombianos, algunos buscándose la vida, otros esperando que reconozcan su talento o simplemente tratando de conseguir unas monedas. Sin embargo, una nota negativa se percibe en la calle, convertida en un mercado más allá de las necesidades básicas de los que buscan sobrevivir, y la explotación animal, con llamas o alpacas soportando el peso de la felicidad de los niños que disfrutan montándolas.
Las velitas se consumen y el suelo queda impregnado de parafina derretida. Los artistas y vendedores vuelven a su rutina, pero la esperanza de una Navidad feliz acompaña a los caminantes de regreso a casa.